Ángeles míos:
Cuando llegaron a mi vida, no solo entendí, sino que verdaderamente, adopté una forma diferente de ver y vivir la vida.
Yo, al igual que millones de personas, había caído en la trampa del ruido, las ocho horas de trabajo sentada, las pantallas, la persecución de los diplomas en temas que no me interesaban, los viajes en los que se visita todo y nada, las agendas con tareas interminables, y, entre otros, el afán de las ciudades en búsqueda de un desarrollo imparable– del que, además, no todos y todas nos beneficiamos y entendemos de la misma manera–.
Ese ritmo, un tanto caótico, puede acelerarse aún más cuando las madres y padres nos comemos el cuento de la sociedad moderna y entramos en la carrera que empuja a nuestros hijos e hijas a la adultez. Misteriosamente, pasamos de desearlos y soñarlos con todo nuestro corazón a querer que sean independientes. Nos entra una prisa incontrolable para que duerman, coman, escriban, lean, se vistan y bañen solos.
Y en esa carrera, nos perdemos lo más importante; lo que forma, transforma y nos llena de vida: los momentos más pequeños y simples. Esos que parecen insignificantes y terminan siéndolo todo. Esos, que no volverán jamás y ponen la piel de gallina. Esos, que quedan marcados como un tatuaje imborrable. Un abrazo espontáneo y largo, un baño en la tina oyendo historias de otro planeta, la lectura del mismo libro en las noches, una mañana de mimos, una noche de desvelo, una tarde de cocina, las charlas en la mesa y, por supuesto, un «te amo» repentino.
Gracias por devolverme la presencia, Mariposas; estoy convencida que, si todos y todas nos transformamos, podremos cambiar el mundo. Sin embargo, tal como nos lo contó el Principito, los adultos somos lentos e incomprensibles así que, por ahora, vayan ustedes a cambiarlo.
Las amo,
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